Bajo el agua mi vida es ficción, todo lo es.




     LA VILLETTE DE BERNARD TSCHUMI1

El parque de La Villette está en la afueras de la capital francesa y eso se nota, por la mañana hay más vigilantes que niños. Buscamos El jardín del Dragón, pero nada, no queda ni la cola; un cercado metálico y cintas de plástico como señalización de obras delimitan un espacio ahora vacío. Las Folies2 de un color rojo intenso nos atraen pero, al llegar a ellas, o están cerradas con cadenas desde hace tiempo o hay una valla para su reconstrucción.
Un guardia nos advierte de que el Jardín de los miedos infantiles hace tiempo que dejó de emitir extraños sonidos por los altavoces ocultos entre los matorrales. Los inmensos campos de césped son silenciosos y la Geoda es un ojo camaleónico de color metalizado surgiendo entre los árboles.
- Vámonos -les digo-. Hay algo perturbador en  este sitio.
Javier intenta evitar estas interferencias, pues las niñas, con seis y ocho años, enseguida captan mi inquietud.
-No es nada, -dice él-. Es un parque moderno, de los suburbios. Hemos tenido que coger el metro y el tranvía para poder llegar hasta aquí. Notre Dame y los Puentes del Sena quedan muy lejos, el gobierno no cuida tanto a la clase obrera.
Me río, sé a dónde quiere llevar la conversación, está saturado de muchedumbre colgando candaditos en cualquier estructura de metal sin saber por qué lo hace, es la moda.
Aunque yo también participe de ese extraño ritual gregario, me agrada salir del itinerario típico del turista guiado como un borrego dispuesto a comerse París en cuatro días, sin embargo, guardo silencio observando en derredor, tratando de descubrir cuál es la perturbación en ese bosque gris metalizado.
Tres jóvenes magrebíes fuman porros en un banco oculto al final de un sendero que no tiene salida, a lo lejos los colores brillantes de las mujeres indias anuncian un almuerzo en familia, un grupo de niños africanos y asiáticos siguen en fila a un monitor que va dirigiéndolos hasta una zona de juegos infantiles un tanto estropeados. Las construcciones modernas son de un marcado carácter cultural, es más, parecen introducirse en las antiguas. Es el caso del viejo submarino enfrentado a su Folie cúbica. Rojo sobre negro. Seguimos caminando, cincuenta y cinco hectáreas de terreno dan para mucho.
Folie del Argonauta 
Tengo la costumbre de llevar papeles sueltos y lápices de Ikea, por si puedo encontrar un momento para tratar de analizar mis impresiones sin pensar realmente en lo que hago, simplemente me dejo llevar. Tal vez por eso nunca lo consigo, siempre se queda la intención en un amago de escritura, los papeles y los lápices ejercen una atracción poderosísima en mis hijas y van a parar directamente a sus manos. En seguida se ponen a dibujar. Yo las dejo, al fin y al cabo, en la memoria no queda lo que se hace sino la impresión de lo sucedido. “Almacenamos daguerrotipos que no palabras” o “El cerebro es una geoda impenetrable” son frases extraviadas que surgen frente al metal pulido como un espejo de esa enorme bola que oculta otras imágenes. Nos sacamos fotos de nuestros cuerpos turbios reflejándose en el acero reflectante y jugamos a licuarnos.



Entonces retomo la conversación con Javier y le contesto como si nada:
- Llevas razón, por aquí no se pasean los jóvenes Bobo3. Sabes que ni los desconocidos ni los barrios periféricos me asustan. Mira hoy en el Metro, se me da muy bien pegar la hebra con quien sea.
Irene aún lleva los lápices en la mano y algunos post-its amarillos con dibujos de mariposas. Mientras nos acercamos a la Folie R4, volvemos a recordar la anécdota: Los asientos tan estrechos del vagón del metro y aquel hombre negro sentado en frente como un saltamontes encogido. Su delgadez acentuada por la ropa oscura y caída. Su gorro cubriéndole el pelo crespo. El hombre que sonríe diciéndole a la niña que tiene unos ojos preciosos. Chapurrea algo de español y comienza la conversación trivial, preguntas fáciles, evidentes, imposible no contestar:
- ¿De paseo?
- Sí
-¿De vacaciones?
-Sí
-¿Españolas?
- Sí
Él, hace un esfuerzo por ser familiar y lo vuelve a intentar con una frase más compleja, literal aunque comprensible:
-¿Usted ama París?
-Sí.
Irene lo mira con cara de susto, entonces decido ser amable y uso el francés:
- Supongo que usted vive en París...
- Sí, y tengo nueve hijas.
- ¡Vaya!, ¿todas niñas?, -exclamo verdaderamente impresionada- ¿son como mi hija o mayores?
El hombre debe tener aproximadamente mi edad, me mira complacido e inclina la cabeza como si de una confidencia se tratase:
- ¡Huy! La mayor tiene ya dieciocho pero tengo por ejemplo dos de diecisiete.
- ¿Gemelas?
- ¡Oh! ¡Claro que no!, no son de la misma mujer.
-Ah...., ya,....entiendo.
-Pero vivimos todos juntos, ya sabes, una gran familia, no puedo abandonarlas...
El desconocido nos mira con delicia imaginándonos por un momento en su casa y, acortando las distancias, le susurra cariñoso a Irene:
-Píntame algo, anda, así podré tener un bonito recuerdo.
Yo traduzco, pero Irene duda.
-Mamá, ¿qué pinto?
- Lo que quieras: mariposas, barcos, flores... lo que te guste, lo que le quieras regalar.
Misteriosamente se pone a dibujar un animal poco habitual en ella: un pez; tiene la boca desmesuradamente abierta, como boqueando, y unos ojos estrábicos muy grandes. Es un pez un poco destartalado por el nerviosismo y el traqueteo del vagón. Yo diría que tiene la misma cara de temor que mi hija. El hombre cierra los ojos como para echar una cabezadita y yo me pregunto porqué hasta ahora no he visto a ni una sola mujer dormitando en los vagones del metro. El hombre estira las piernas obligándonos a nosotras a replegarnos para evitar el contacto, él tan a gusto, como si estuviera en su casa. Frente a mi anterior amabilidad me hierve un puntillo de malestar interno y sin atreverme a decir que encoja las piernas me digo, Clarissa Pinkola con su famoso libro “Mujeres que corren con los lobos” erró el título, ya que lo puso tan largo tendría que haber continuado: “Mujeres que corren con los lobos y hombres que se duermen tranquilamente en el metro”. Mientras pienso enfurruñada todo eso, Irene ha terminado con minuciosidad su dibujo. Lo sujeta presionando con sus dedos las esquinas sin saber qué hacer, entonces, el hombre abre un ojo y ella no lo duda, con un gesto rápido se levanta y le pega el post-it con el dibujo en la mano aún sin abrir. Como en un acto reflejo yo también me levanto. Nos dirigimos a la puerta de salida. El hombre nos da las gracias alzando el papel a modo de despedida.
Siguiendo un sendero rectilíneo, encontramos para almorzar una frondosa arboleda de plátanos orientales, son árboles que crecen rápido. Hay tortilla de patatas, ensalada de tomates, rellettes y melón francés. Todo procede de la casa de mi abuela, vive en el campo, cerca de Agen, al sur. Con 92 años trabaja el huerto para poder ofrecernos cada verano deliciosos tomates, patatas, berenjenas, judías verdes o frambuesas. También conserva suficiente vitalidad para mantener una docena de gallinas y patos. Es su justificación para seguir viviendo un año más encerrada en esa granja que hoy es su cárcel y antes fue la jaula dorada de su juventud. Nos sentamos en círculo. Al otro lado del bosquecillo, el canal corta como una cuchilla el terreno excesivamente llano. Las niñas perciben cierta incomodidad en mis gestos, miro los árboles jóvenes, los cuatro ginkgo plantados cerca de la Geoda parecen diminutos y las mimosas son puntitos amarillos bordeando el césped recién cortado. A nuestra derecha ha quedado un Jardín libre de vallas que no necesita rehabilitación, se nota que la gente va poco por allí, es un precioso bosque de bambú, su estado es tan asilvestrado que en contraste con los prados se alza como una gigantesca fuente triunfal, con sus cañas arqueándose y sus miles de diminutas hojas puntiagudas a punto de salpicar el suelo. Por lo demás, el intenso verdor de la hierba pina y el silencio del cemento se difuminan en el paraje frente a un cielo gris acerado.

- Mamá, va a llover.
- No creo, el cielo está nublado pero no tan oscuro como para que llueva.
- No es por eso, es que estamos solos, los pájaros no vienen a comer. Tú dices que cuando no se oye cantar a los pájaros es que va a hacer mal tiempo.
- Es verdad, ¿y al menos los gorriones o las palomas?... es un parque de ciudad.
-Mamá, ni rastro.
Durante el paseo sólo he visto cuervos y urracas. No he comentado nada. A ellas les parecen aves siniestras en ese espacio tan artificial, a mí también. Sin embargo me gustan estos animales en invierno, cuando han roturado los campos para el barbecho y las oigo graznar buscando alimento entre los terrones brumosos de la mañana. ¿Qué harán por aquí? Cuando se habitúan a la presencia humana se convierten en aves de rapiña, agudizan su olfato carroñero y en el imaginario infantil acompañan a las calaveras o se posan servilmente en el hombro de una bruja. Terminamos de comer pronto y decidimos buscar en el mapa otro destino, muy cerca hay otro parque: Buttes-Chaumont. La guía que llevo lo marca como un parque en una colina, con un lago y un templete romántico. Comenzamos a atravesar La Villette para salir por la Porte Pantin, justo al otro lado. Atrás van quedando las Folies y sus coordenadas, como si el arquitecto hubiera adivinado que el tiempo oxidante de la ciudad las acabaría convirtiendo en puntos de referencia, en esculturas conceptuales en un jardín casi desierto a esas horas del día. De camino hacemos un alto ante una especie de torre de madera tan destartalada que parece en obras, las niñas desilusionadas dicen: “¡Otra más rodeada por una valla!”. Nos acercamos y resulta que es una Collective Folie organizada por el artista japonés Tadashi Kawamata. En un gran cartel te aseguran que el material utilizado es cien por cien reciclado. En realidad, entre los tablones colocados aleatoriamente en el exterior, se vislumbra una buena base octogonal para alcanzar los 21 metros de altura. Los días y horas para participar en esta gran obra de arte están marcados en blanco sobre un tablón verde claro. Máximo 20 personas. Rodeamos la edificación tratando de averiguar el sentido de las piezas de madera clavados sin ton ni son. Nuestros ojos educados para percibir el equilibrio de la proporción, sólo recogen la estructura geométrica que han realizado los carpinteros para que no haya peligro de derrumbamiento, Kawamata es un tipo listo. Y, aunque no me atrevo a interpretar, me digo desencantada que será una folie pero no es colectiva pues observo muy claramente cómo cada participante se ha apropiado de un segmento de la construcción y ha hecho lo conveniente, lo que le apetecía, cada uno a su estilo. ¿No es el arte el reflejo de nuestra sociedad? Pues eso es lo que hay. Trabajamos juntos pero separados. Hasta el 25 de agosto también se puede venir a deconstruirla. Después sólo quedarán las fotos y el recuerdo y, por último, llegará el olvido y la placa conmemorativa. Y Kawamata cogerá sus bártulos y marchará a otra ciudad donde la gente, sin saber el propósito que lo mueve, creerá en la utopía de la realización conjunta de una obra de arte, el sueño dorado de nuestra generación.



La idea de lo perecedero o la futilidad artística es sugerente pero se viene repitiendo en estas últimas décadas y espero algo más; pienso en el pez que horas antes ha dibujado mi hija; dónde estará, puede que tirado en un andén de luces parpadeantes arrastrado por el aire viciado, o a lo mejor sigue en el bolsillo del pantalón de un hombre que sin trabajo dormita en un asiento en cualquier lugar de París, o ya está en las manos de una de sus hijas, la más pequeña, que lo mira sin saber qué es; un pececito nadando en un inabarcable mar de transición sin ver hacia dónde se dirige la corriente.

Seguimos por una vereda y arrumbados en una esquina veo una montaña de bancos resultado de una obsolescencia programada, son los clásicos de madera con patas de hierro. Los tablones del respaldo que no están rotos, irremediablemente forman un ángulo de 120 grados con el asiento. Da igual la disposición, patas arriba o abajo, veo en esa anarquía del deshecho triángulos superpuestos que evolucionan a trapecios cuando cambio de perspectiva. 


  Por un momento visualizo con precisión el imponente entramado de hierro de la Torre Eiffel, 


recuerdo el extrañamiento ante La Folie de Kawamata y me sorprendo por esta imagen que mis ojos no habrían detectado si no me hubiera detenido ante las anteriores. Sin embargo, estas percepciones comparativas las siento como una pequeña venganza, una fisura en mi educación donde se ha abierto camino la distorsión como concepto en este mundo acelerado cuya única salida es la implosión para no sentir la fragmentación de mi época. Las niñas me observan en silencio cuando me concentro en fotografiar los bancos. Su cara es de asombro.




     


       A lo lejos divisamos la denominada Grande Halle, lo que parece un antiguo mercado es hoy una sala de exposiciones y biblioteca. ¡Doscientos ochenta y seis metros de largo y ochenta y seis metros de ancho dedicados al ocio y la cultura! Me acerco entusiasmada aunque no me atrevo a leer en voz alta un cartel informativo que hay a cincuenta metros antes de llegar al colosal edificio de hierro y cinc: "La ciudad de la sangre" ponía. Estamos paseando sobre lo que fue el mayor matadero de animales de París.Las escenas en blanco y negro de Le sang de bêtes surgen con especial nitidez en mi cabeza. A pesar del horror, de pronto, el parque aflora con inusitada belleza como un todo compacto, sin fragmentar. Está completo, denso en mi interior y difuminado en cada fotografía, está en presente, pasado y futuro. Ahora comprendo la arquitectura espacial que domina toda la explanada, las superposiciones, el canal y las antiguas vías del tren. Tendrá que pasar mucho tiempo para que la tierra olvide el secreto sin ocultar que descansa bajo esa fina capa de césped, el tiempo suficiente para aceptar las Folies y sus enigmas.

París, agosto de 2013

                                                                        Christine Félix García






1 El Parque de La Villette es un enorme proyecto de renovación urbana diseñado por Bernard Tschumi en 1982, constituyendo el parque más extenso de París. Es además uno de los primeros y tal vez más importantes ejemplos de arquitectura deconstructivista, secundado por una nutrida y minuciosa carga teórica.[...] El diseño del parque se basa en tres componentes fundamentales independientes y superpuestos que interactúan entre sí: superficies, líneas y una grilla de puntos llamadas folies (que en español podría traducirse como "locuras" pero que se refieren a elementos construidos en los jardines). Mi Moleskine Arquitectónico de Carlos Zeballos


2 El diseño de la Folies es un proceso formal basado en la defragmentación de la figura y la posterior recomposición de sus fragmentos en un nuevo elemento. Un juego del lenguaje donde la arquitectura no es más que un indicio. Cada elemento esta compuesto por un cubo de 10,80 metros de lado que adquiere su identidad a través de distintos procesos formales. [...] De las 35 Folies que fueron proyectadas originalmente solo se construyeron 26, y en la actualidad la mayoría alberga funciones específicas. La atracción que genera el color rojo que recubre las láminas metálicas de su estructura y su distribución repetitiva en la extensión del parque, hacen de las Folies el hito principal del espacio. No son solo los puntos de la grilla que estructura el parque, también son los elementos que le dan su propia identidad y carácter, a partir de una arquitectura concebida como un juego de estructuración formal y el despliegue de un lenguaje donde el rojo no es un color, sino una idea. Marcelo Gardinetti. Arquitecto


3Según la wikipedia: Burgués bohemio (o Bobo, del término originario inglés bourgeois bohemian, derivado de la expresión francesa de 1885 bourgeois bohème) es una clasificación sociológica informal que describe a los miembros de un grupo social ascendente en la era de las nuevas tecnologías, caracterizado por su pertenencia funcional al capitalismo (empresarios y empleados de grandes compañías) junto con sus valores contraculturales "bohemios" y hippies.