Hasta entonces Clarisse se había sentido intimidada por el hecho de poder explicarse correctamente muy poco de lo que ocurría en el mundo; en cambio, desde su reencuentro con Meingast, aquella insuficiencia le facilitaba poder amar, odiar o actuar según su propia capacidad de juicio. ¡Porque, según decía el maestro, a la humanidad nada le hacía tanta falta como la voluntad, y aquel don de poder desear ardientemente lo poseía Clarisse desde siempre! Cuando ella se detenía a considerarlo, la dicha le daba frío y la responsabilidad le daba calor. Naturalmente, la voluntad no era en este caso el obstinado esfuerzo por aprenderse una pieza de piano o defender la propia razón en una disputa, sino de un poderoso dejarse llevar por la vida , un sentirse poseído por uno mismo, un disparate lleno de dicha.
Robert Musil, El hombre sin atributos, tomo 2
Traducción de José M. Sáenz
Seix Barral, Barcelona 2008, pág 271
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